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Manejo del estrés: cómo conectar con uno mismo y el momento presente

Pocos términos psicológicos han sido tan populares en el vocabulario cotidiano como la palabra estrés. Si nos paramos un segundo a pensar, seguramente nos viene a la cabeza algún momento en el que nos hemos sentido estresados o podemos identificar alguna persona a nuestro alrededor que se encuentre muy estresada. La vivencia del estrés es una experiencia universal y común, pero esto no quiere decir que sea necesariamente negativa o patológica.


La OMS (2023) define el estrés como “el conjunto de reacciones fisiológicas que prepara el organismo para la acción”. Es una experiencia fisiológica, emocional y cognitiva que dispone al cuerpo a emprender una acción urgente y necesaria, y el ser humano lo experimenta como un estado de activación física y alerta mental. Como muchas veces ocurre en aspectos relacionados con el cuerpo y sus manifestaciones, la vivencia del estrés tiene una función evolutiva: nos mantiene en un estado de alerta para garantizar nuestra supervivencia.


Como comentábamos, el estrés en sí no es negativo, el problema viene cuando esta vivencia no es puntual y pasajera, sino que se convierte en algo habitual o crónico. Cuando una persona se instala en esta condición de forma permanente puede empezar a padecer consecuencias físicas y emocionales: manifestaciones corporales variadas y síntomas de ansiedad y de depresión de distinta naturaleza, como angustia, agobio, hiperactividad mental, irritabilidad, mal humor, agotamiento mental y físico, tendencia a pensamientos negativos, etc.


Más allá de las diferentes manifestaciones individuales del estrés, lo que siempre suele haber en una persona estresada es una intensa necesidad, consciente o no, de evadirse, de desconectar y de huir. Vivimos en una sociedad que pone en valor la acción y el resultado inmediato: la vida es un hacer constante, la persona es lo que hace y fuera de la acción parece no existir nada. Impera la ley de la productividad: “¿cuánto has hecho?” “¿qué has sacado?” “¿cuánto has corrido?” “¿cuánto has ganado?” “¿cuánto has perdido?”. Números que suben y bajan pero que no llegan a calmarnos porque nunca son suficientes y siempre habrá otra acción que podamos hacer a la vuelta de la esquina. Vivimos en la sociedad de la prisa, de la multitarea, del miedo al error y de la obsesión por la perfección, del llegar, del conseguir, del tener, del control y del consumo. Nuestra sociedad nos empuja constantemente a la acción inmediata como elemento constitutivo del ser y consecuentemente nos lleva a experimentar mucho estrés.



Como el estrés es parte de nuestra vida, seguramente nos enfrentaremos a él en numerosas ocasiones. Pero ¿qué podemos hacer para que esta experiencia sea funcional y no nos lleve a experimentar sensaciones anímicas excesivamente negativas?


Darse cuenta de cómo estamos.

Parece una obviedad, pero no lo es. Ser consciente de cómo nos encontramos, de qué necesitamos en cada momento, requiere de una notable atención y escucha de uno mismo. Si me hago cargo de lo que necesito, es más fácil que pueda acompañarme de una forma más adecuada y acertada y, consecuentemente, que sea más capaz de hacer frente a la realidad tanto externa como interna. La mayoría de las personas que acuden a consulta llevan mucho tiempo en piloto automático sin atenderse de verdad. Para ello, es importante mantener unos buenos hábitos que nos lleven a estar conectados con nosotros mismos, como meditar, obligarse a parar a lo largo del día para sentir, hablar con los demás de cómo estamos, pensar en voz alta, leer, salir de la rutina, estar en contacto con la naturaleza, escuchar música, estar sin hacer nada… fundamentalmente todo lo que fomente el sentir y la escucha.


Pedirnos con sensibilidad y moderación.

La excesiva autoexigencia es un elemento que muchas veces lleva al estrés, es un pedirse que no tiene en cuenta las posibilidades o circunstancias reales de uno mismo. Ser capaz de entender en qué momento me puedo pedir más o, al revés, en qué momento, sin embargo, necesito aflojar, es una habilidad fundamental en el autocuidado. Las medidas de desahogo en este sentido van en la dirección del permiso y del parar, como reducir los objetivos diarios, espaciar los compromisos, tener tiempo libre y darse tiempo para responder y actuar.


Saber decir que no y pedir ayuda.

Muchas veces las personas estresadas están saturadas porque lo asumen todo, sin decir nunca que no pueden o no quieren. “¿A qué cosa he dicho hoy que sí sin querer o poder?”. Seguro que, si nos lo preguntamos, seríamos capaces de encontrar unas cuantas. La persona que se encuentra “bien” es la persona que es capaz de decir que no puede y a la vez de delegar en algunos aspectos de la realidad.


Mantener nuestro mundo abierto y variado.

Cuando uno empieza a estar estresado, su mundo se reduce a monotemas, a aspectos específicos de la realidad que de pronto asumen muchísima importancia y hacen sombra a todo los demás, pudiendo llegar a ser un mundo asfixiante y pequeño. Para ello, es importante hacer que el mundo de uno mismo se mantenga abierto y variado: el cerebro se oxigena con la diversidad, los contrastes y la novedad. Es el momento de pulsar nuevas teclas y aprender cosas diferentes para ir abriendo circuitos alternativos.


Hacernos bien.

Por último, algo que se consigue con el tiempo y requiere de un gran conocimiento de uno mismo, hacernos bien cuando estamos estresados. Saber qué me viene bien, qué me calma, quién me puede tranquilizar o qué me consuela es muy importante porque es lo que necesitamos en los momentos más difíciles. Pero, ¿en qué consiste? No hay recetas universales, cada uno tiene la suya y el reto es encontrarla. No existe una pauta mágica de autoayuda, ya que es el resultado de una búsqueda atenta y individualizada hacia uno mismo. Descubrir lo que a uno le viene bien es un tesoro y a veces se encuentra por pura casualidad. Lo importante es ser consciente de haber dado con algo importante y registrarlo como parte de la receta del bien para uno mismo.



Si estás sufriendo estrés y necesitas ayuda para aprender a gestionarlo, no dudes en ponerte en contacto con nosotras, estaremos encantadas de acompañarte para mejorar tu bienestar.


Para terminar, os compartimos un poema de Dalai Lama, Calma. Esperamos que os guste.

Se llama calma y me costó muchas tormentas.

Se llama calma y cuando desaparece…. salgo otra vez en su búsqueda.

Se llama calma y me enseña a respirar, a pensar y repensar.

Se llama calma y cuando la locura la tienta se desatan los vientos bravos que cuestan dominar.

Se llama calma y llega con los años cuando la ambición del joven, la lengua suelta y la panza fría dan lugar a más silencios y más sabiduría.

Se llama calma cuando se aprende bien a amar, cuando el egoísmo da lugar al dar y el inconformismo se desvanece para abrir corazón y alma entregándose enteros a quien quiera recibir y dar.

Se llama calma cuando la amistad es tan sincera que se caen todas las máscaras y todo se puede contar.

Se llama calma y el mundo la evade, la ignora, inventando guerras que nunca nadie va a ganar.

Se llama calma cuando el silencio se disfruta, cuando los ruidos no son solo música y locura sino el viento, los pájaros, la buena compañía o el ruido del mar.

Se llama calma y con nada se paga, no hay moneda de ningún color que pueda su valor cuando se hace realidad.

Se llama calma y me costó muchas tormentas y las transitaría mil veces más hasta volverla a encontrar.

Se llama calma, la disfruto, la respeto y no la quiero soltar…



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