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Estamos acostumbrados a funcionar y responder a nuestras experiencias en gran medida de manera automática en vez de atender y conectar con la experiencia para flexibilizar nuestra conducta. El mindfulness nos ofrece una alternativa a esta manera de actuar, nos permite conectar con lo que sucede aquí y ahora, de manera intencional.


Mindfulness en un término anglosajón que significa atención plena. Se refiere a la capacidad de estar atento y consciente en el momento presente, observando lo que pasa dentro y fuera de nuestra mente, experimentando nuestra vida como es y sin emitir juicios. Esta práctica, creada por el doctor Jon Kabat-Zinn, deriva de las prácticas de meditación budista y su objetivo es modificar la forma en la que la persona se relaciona con su experiencia, así como la reducción del estrés y la ansiedad.


La actitud durante la práctica de mindfulness recoge los siguientes aspectos:


No juzgar. Abandonar la tendencia a categorizar y a juzgar la experiencia como buena o mala y a reaccionar mecánicamente.


Paciencia, respetar los procesos naturales de los acontecimientos y los eventos internos sin forzarlos.


Mente del principiante, permanecer libres de las expectativas basadas en experiencias previas.


Confianza, responsabilizarnos de ser nosotros mismos y aprender a escuchar nuestro propio ser y a tener confianza en él.


No esforzarse, abandonar el esfuerzo por conseguir resultados.


Aceptación, voluntad de ver las cosas como son, aunque no nos gusten y aceptarnos como somos antes de pretender cambiar.


Dejar ir, significa dejar que las cosas sean como son, no aferrarnos a las cosas.



Dentro del mindfulness podemos encontrar dos tipos de prácticas, la formal, en la que se realizan ejercicios de meditación, y la informal, que se practica durante las actividades del día a día. A través de estas prácticas podemos aprender a cultivar una forma de vida basada en la atención al momento presente de manera consciente, es decir, “vivir en modo mindfulness”.

Algunas recomendaciones para la práctica informal de mindfulness son:


Presta atención plena a tus acciones del día a día. Cómo te cepillas los dientes, te lavas, te peinas, te vistes, trabajas, conduces, cocinas, juegas… Al principio puede que te parezca raro, pero con la práctica irás aprendiendo a realizarlo con curiosidad y sin esfuerzo.


Busca diferentes momentos del día para fijarte en tu respiración. Intenta no hacerlo sólo en momentos de estrés, si no también cuando te despiertas o intentar cada 3-4 horas hacer una pausa de un par de minutos.


Escucha con atención los sonidos. No solo el piar de los pájaros, sino también el ruido de los coches o de las obras, y trata de no juzgarlos ni positiva ni negativamente. Puedes calificar los sonidos con adjetivos como «suave», «estridente», «agudo», «grave»...


Identifica todas las sensaciones que puedas. Por ejemplo, el agua en la piel al ducharte, el aire que te acaricia la cara, el contacto de tus pies con el suelo, la posición de tu cuerpo...



Observa de vez en cuando cómo están tu cuerpo y tu mente. Cambia de postura frecuentemente y trata de sentir las tensiones que se van acumulando. ¿Sientes esa tensión en alguna zona de tu cuerpo? ¿En el estómago, cuello, mandíbula, espalda, lumbares…? Procura relajar estas partes cuando las notes tensas con respiraciones largas y suaves.


Practica la alimentación consciente. Evita distracciones, como la televisión o el teléfono, y aprovecha para observar, oler, escuchar, tocar y saborear. Recréate con las sensaciones que provoca la comida en la boca, mastica despacio y traga suavemente.


Procura hacer algún tipo de ejercicio físico una vez al día. Atiende de manera consciente a tu respiración y sensaciones mientras lo realizas.


Si crees que necesitas ayuda y el mindfulness podría ayudarte, no dudes en ponerte en contacto con nosotras, estaremos encantadas de acompañarte para mejorar tu bienestar.

Pocos términos psicológicos han sido tan populares en el vocabulario cotidiano como la palabra estrés. Si nos paramos un segundo a pensar, seguramente nos viene a la cabeza algún momento en el que nos hemos sentido estresados o podemos identificar alguna persona a nuestro alrededor que se encuentre muy estresada. La vivencia del estrés es una experiencia universal y común, pero esto no quiere decir que sea necesariamente negativa o patológica.


La OMS (2023) define el estrés como “el conjunto de reacciones fisiológicas que prepara el organismo para la acción”. Es una experiencia fisiológica, emocional y cognitiva que dispone al cuerpo a emprender una acción urgente y necesaria, y el ser humano lo experimenta como un estado de activación física y alerta mental. Como muchas veces ocurre en aspectos relacionados con el cuerpo y sus manifestaciones, la vivencia del estrés tiene una función evolutiva: nos mantiene en un estado de alerta para garantizar nuestra supervivencia.


Como comentábamos, el estrés en sí no es negativo, el problema viene cuando esta vivencia no es puntual y pasajera, sino que se convierte en algo habitual o crónico. Cuando una persona se instala en esta condición de forma permanente puede empezar a padecer consecuencias físicas y emocionales: manifestaciones corporales variadas y síntomas de ansiedad y de depresión de distinta naturaleza, como angustia, agobio, hiperactividad mental, irritabilidad, mal humor, agotamiento mental y físico, tendencia a pensamientos negativos, etc.


Más allá de las diferentes manifestaciones individuales del estrés, lo que siempre suele haber en una persona estresada es una intensa necesidad, consciente o no, de evadirse, de desconectar y de huir. Vivimos en una sociedad que pone en valor la acción y el resultado inmediato: la vida es un hacer constante, la persona es lo que hace y fuera de la acción parece no existir nada. Impera la ley de la productividad: “¿cuánto has hecho?” “¿qué has sacado?” “¿cuánto has corrido?” “¿cuánto has ganado?” “¿cuánto has perdido?”. Números que suben y bajan pero que no llegan a calmarnos porque nunca son suficientes y siempre habrá otra acción que podamos hacer a la vuelta de la esquina. Vivimos en la sociedad de la prisa, de la multitarea, del miedo al error y de la obsesión por la perfección, del llegar, del conseguir, del tener, del control y del consumo. Nuestra sociedad nos empuja constantemente a la acción inmediata como elemento constitutivo del ser y consecuentemente nos lleva a experimentar mucho estrés.



Como el estrés es parte de nuestra vida, seguramente nos enfrentaremos a él en numerosas ocasiones. Pero ¿qué podemos hacer para que esta experiencia sea funcional y no nos lleve a experimentar sensaciones anímicas excesivamente negativas?


Darse cuenta de cómo estamos.

Parece una obviedad, pero no lo es. Ser consciente de cómo nos encontramos, de qué necesitamos en cada momento, requiere de una notable atención y escucha de uno mismo. Si me hago cargo de lo que necesito, es más fácil que pueda acompañarme de una forma más adecuada y acertada y, consecuentemente, que sea más capaz de hacer frente a la realidad tanto externa como interna. La mayoría de las personas que acuden a consulta llevan mucho tiempo en piloto automático sin atenderse de verdad. Para ello, es importante mantener unos buenos hábitos que nos lleven a estar conectados con nosotros mismos, como meditar, obligarse a parar a lo largo del día para sentir, hablar con los demás de cómo estamos, pensar en voz alta, leer, salir de la rutina, estar en contacto con la naturaleza, escuchar música, estar sin hacer nada… fundamentalmente todo lo que fomente el sentir y la escucha.


Pedirnos con sensibilidad y moderación.

La excesiva autoexigencia es un elemento que muchas veces lleva al estrés, es un pedirse que no tiene en cuenta las posibilidades o circunstancias reales de uno mismo. Ser capaz de entender en qué momento me puedo pedir más o, al revés, en qué momento, sin embargo, necesito aflojar, es una habilidad fundamental en el autocuidado. Las medidas de desahogo en este sentido van en la dirección del permiso y del parar, como reducir los objetivos diarios, espaciar los compromisos, tener tiempo libre y darse tiempo para responder y actuar.


Saber decir que no y pedir ayuda.

Muchas veces las personas estresadas están saturadas porque lo asumen todo, sin decir nunca que no pueden o no quieren. “¿A qué cosa he dicho hoy que sí sin querer o poder?”. Seguro que, si nos lo preguntamos, seríamos capaces de encontrar unas cuantas. La persona que se encuentra “bien” es la persona que es capaz de decir que no puede y a la vez de delegar en algunos aspectos de la realidad.


Mantener nuestro mundo abierto y variado.

Cuando uno empieza a estar estresado, su mundo se reduce a monotemas, a aspectos específicos de la realidad que de pronto asumen muchísima importancia y hacen sombra a todo los demás, pudiendo llegar a ser un mundo asfixiante y pequeño. Para ello, es importante hacer que el mundo de uno mismo se mantenga abierto y variado: el cerebro se oxigena con la diversidad, los contrastes y la novedad. Es el momento de pulsar nuevas teclas y aprender cosas diferentes para ir abriendo circuitos alternativos.


Hacernos bien.

Por último, algo que se consigue con el tiempo y requiere de un gran conocimiento de uno mismo, hacernos bien cuando estamos estresados. Saber qué me viene bien, qué me calma, quién me puede tranquilizar o qué me consuela es muy importante porque es lo que necesitamos en los momentos más difíciles. Pero, ¿en qué consiste? No hay recetas universales, cada uno tiene la suya y el reto es encontrarla. No existe una pauta mágica de autoayuda, ya que es el resultado de una búsqueda atenta y individualizada hacia uno mismo. Descubrir lo que a uno le viene bien es un tesoro y a veces se encuentra por pura casualidad. Lo importante es ser consciente de haber dado con algo importante y registrarlo como parte de la receta del bien para uno mismo.



Si estás sufriendo estrés y necesitas ayuda para aprender a gestionarlo, no dudes en ponerte en contacto con nosotras, estaremos encantadas de acompañarte para mejorar tu bienestar.


Para terminar, os compartimos un poema de Dalai Lama, Calma. Esperamos que os guste.

Se llama calma y me costó muchas tormentas.

Se llama calma y cuando desaparece…. salgo otra vez en su búsqueda.

Se llama calma y me enseña a respirar, a pensar y repensar.

Se llama calma y cuando la locura la tienta se desatan los vientos bravos que cuestan dominar.

Se llama calma y llega con los años cuando la ambición del joven, la lengua suelta y la panza fría dan lugar a más silencios y más sabiduría.

Se llama calma cuando se aprende bien a amar, cuando el egoísmo da lugar al dar y el inconformismo se desvanece para abrir corazón y alma entregándose enteros a quien quiera recibir y dar.

Se llama calma cuando la amistad es tan sincera que se caen todas las máscaras y todo se puede contar.

Se llama calma y el mundo la evade, la ignora, inventando guerras que nunca nadie va a ganar.

Se llama calma cuando el silencio se disfruta, cuando los ruidos no son solo música y locura sino el viento, los pájaros, la buena compañía o el ruido del mar.

Se llama calma y con nada se paga, no hay moneda de ningún color que pueda su valor cuando se hace realidad.

Se llama calma y me costó muchas tormentas y las transitaría mil veces más hasta volverla a encontrar.

Se llama calma, la disfruto, la respeto y no la quiero soltar…



Se entiende por depresión al trastorno que implica un estado de ánimo deprimido o la pérdida del placer o el interés por actividades durante largos periodos de tiempo.


Para que podamos hablar de depresión como tal tenemos que plantearnos que se presente esta sintomatología (o al menos cinco de ellos):


-        Pérdida de interés o placer por actividades habituales, o que también se hayan dejado de hacer.

-        Sentimientos de tristeza y sin ganas de hacer casi nada durante el día. Ganas de llorar continuamente.

-        Pérdida o aumento de peso que no sea por otras causas ajenas.

-        Enojo, irritabilidad o  frustración en el desarrollo cotidiano.

-        Dificultades para concentrarnos en las actividades diarias.

-        Sentimientos de culpa continuadas sin ningún tipo de justificación por ello.




El hecho de que en momentos puntuales o durante etapas en las que haya sucedido algo que nos haga sentir así, no significa necesariamente que tengamos depresión. Sentir estos síntomas es común, ya que están muy ligados a la emoción de la tristeza, pero cuando esta tristeza empieza a ser más profunda y durante un periodo de tiempo muy largo, es cuando comenzamos a entrar en una etapa más depresiva.


Más allá de lo que entendemos por depresión, para conocerla y entender sus causas tenemos que conocer en profundidad los últimos años del paciente y también su infancia.


Muchas veces, además de la predisposición biológica a desarrollarla, la depresión es el reflejo en forma de estos síntomas comentados de varios factores: por una parte, puede estar relacionada con una carencia de afecto durante los primeros años de nuestra vida. Esta carencia o falta de amor y cuidados está enfocada en la seguridad emocional del niño, que puede ser tanto a nivel emocional, como física, mantenido durante un tiempo estable en los primeros años. Por otro lado, también lleva asociada en muchas ocasiones una dificultad en la regulación emocional, ya que la depresión es una manera que tiene nuestro cuerpo de intensificar un malestar que no estamos escuchando o al que no estamos atendiendo de la manera que necesitamos.




Así, y con estos “vacíos” de los primeros años, el infante no está nutrido emocionalmente y este “hambre” aparecerá en forma de estos síntomas sobre todo a partir de la adolescencia.


Por ello y para poder hacer frente a esta sintomatología, uno de las mayores ventajas respecto a ésta, es descubrirse a sí mismo y observar cuáles son nuestras carencias y cómo las podemos volver a nutrirlas. Es por ello que la terapia se convertirá en una guía, en un acto de afecto de nuestro terapeuta hacia nosotros, y en un camino para el autoconocimiento y poder enfrentarnos a nuestras carencias afectivas. Alimentándolas en este proceso se aliviará este hambre de amor y podremos disminuir o incluso desaparecer esta sintomatología que nos informa nuestro cuerpo.


Y mientras estamos trabajando en terapia, ¿Cómo podemos actuar frente a la depresión?


-        No te aísles. Si te aíslas hay más posibilidades de entrar en bucle frente a tus pensamientos y que posteriormente sea más difícil encontrar salida a todos ellos y te cueste más salir.

-        Mira de frente a tu tristeza, pero no la abraces. Mientras la trabajes en sesión podrás ir viendo las causas sin hacértelas tuyas ni culpabilizarte por ello.


Si quieres saber más sobre la depresión no dudes en ponerte en contacto con nosotros.

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